Despide a Fernando
Existe un curioso fenómeno psicológico asociado a la tecnología: cuando nos acostumbramos a ella, nos parece que siempre ha estado ahí. Hoy no entenderíamos el mundo sin internet o sin móviles. Si en 1990 era impensable imaginar que tendríamos toda la información del mundo en casa, hoy no podríamos vivir sin ella a golpe de clic. Subimos al coche y una voz sintética nos dice: “A 200 metros gira a la derecha”. Y no dudamos: le hacemos caso. Lo vemos normal. Puede que, dentro de poco, cuando entremos a nuestra oficina, una voz nos diga: “Despide a Fernando”. Y nos parecerá normal. Al fin y al cabo, la máquina estará evaluando en tiempo real el desempeño de Fernando y habrá constatado que está sistemáticamente por debajo de todos los indicadores objetivos. ¿Qué mejor que la inteligencia artificial para tomar analíticamente decisiones empresariales de inversión, de contratación, de producción, endeudamiento o de evaluación de personal? De hecho, si desarrollamos vehículos autoconducidos quizá tendremos también empresas autoconducidas. Un algoritmo podría estar analizando todos los indicadores internos y variables económicas de entorno y tomando decisiones 24 horas al día, siete días a la semana, a coste marginal cero. ¿Aceptaríamos un CEO electrónico? Algunos estudios concluyen que quizá incluso seríamos más felices.
Brian Arthur teorizó sobre un mundo poblado de empresas con habilidades cognitivas avanzadas, capaces de comprar materia prima, procesar, distribuir, vender, tomar decisiones y ganar dinero sin intervención humana. Cada vez más, miles de procesos de negocio que antes se realizaban entre personas son asumidos por algoritmos. Y tienen lugar en el dominio digital. Es como si la economía real fuera absorbida por internet y quedara circunscrita a los servidores informáticos. Una economía virtual “inmensa, silenciosa, conectada e invisible”, una segunda economía sin humanos, crece sin parar en la red bajo la superficie de la economía física, ejecutando operaciones financieras, gestionando stocks, reservando viajes, ordenando transportes, controlando fábricas y drenando la economía real de empleos. La veloz pero subterránea y silenciosa economía digital digiere la economía real y genera prosperidad, pero deniega el acceso a la misma a miles de individuos. La economía real se precariza al ritmo que crece la economía virtual y automática.
Con ello, se rompe el ciclo virtuoso del capitalismo moderno ideado por Henry Ford: las fábricas producían automóviles, que se vendían en los mercados y eran adquiridos por personas que trabajaban en las fábricas. ¿Qué pasa si los coches son ahora fabricados por robots, en fábricas dirigidas por algoritmos, y los humanos, expulsados de sus empleos, no pueden comprarlos? Las personas tenían dos funciones económicas básicas: producir y consumir. Pero si son apartadas del sistema productivo, no tendrán poder adquisitivo para consumir. La economía de mercado puede colapsar por el lado de la demanda. El sistema entero entra en zona de equilibro inestable. Según Arthur, hoy el gran problema no es producir bienes (existe tecnología en abundancia para producir de forma eficiente y masiva), sino distribuir el valor creado. Dejamos atrás la era productiva para entrar en la era distributiva. Con alguna luz de esperanza: si en la primera los problemas eran técnicos, en la segunda los retos son meramente organizativos.
Hay economistas que niegan la mayor: al fin y al cabo siempre, ante rupturas tecnológicas significativas, se han creado más empleos de los que se han destruido. Cierto, pero la economía no es una ciencia pura: lo que pasa una vez, o cientos de veces, no tiene por qué repetirse. Y, si se crean nuevos empleos, ¿no serán también ejecutados por máquinas? Nos encontramos ante una tercera (y quizá definitiva) transición: el trabajo agrícola masivo dio paso al trabajo industrial en las factorías. La incorporación de máquinas y la automatización de los sistemas productivos generó una segunda migración hacia el trabajo cognitivo, en los servicios. Pero si los algoritmos realizan ahora el trabajo cognitivo. ¿Qué reserva de empleo queda a las personas?
Keynes, en la conferencia “Las posibilidades económicas de nuestros nietos” (1930) pronosticó que hacia el 2030 los problemas productivos habrían sido resueltos gracias a los avances tecnológicos y que viviríamos en un mundo de abundancia, capaz técnicamente de saciar cualquier necesidad material humana, donde paradójicamente podríamos tener de todo menos trabajo. Keynes acuñó el término “desempleo tecnológico”. Casi hemos llegado a ese punto de Keynes. Una economía como la estadounidense genera 8,5 billones de dólares en ingresos domésticos, que distribuidos entre 116 millones de hogares resultarían en 73.000 dólares por hogar (suficiente para que viva cualquier familia). Pero 50 millones de habitantes de Estados Unidos sufren la pobreza. El problema no es productivo. No estamos en la edad media, donde la gente moría porque simplemente no existían recursos para todos. La tecnología crea riqueza, pero el sistema no sabe ahora cómo distribuirla.
Pero, ¿damos por hecho que la tecnología destruye empleo? No en todas partes. Depende de si la generamos o solo la consumimos. Los clústeres tecnológicos más importantes, aquéllos que generan tecnología, siguen creciendo a gran velocidad, atrayendo talento e inversión, y creando empleo de calidad. Con la covid hemos sufrido un cambio de dirección y de escala repentino en el proceso globalizador. Si hasta ahora la globalización estaba dirigida por estructuras de coste (se externalizaban cadenas de valor a zonas de bajo coste), ahora estará dirigida por estructuras de innovación (se acumulará I+D y fabricación avanzada en zonas de alta productividad). Se crean superclústers que concentran tecnología, talento y trabajo. Shenzhen, el Silicon Valley chino, espera recibir inversiones por más de 100.000 millones en I+D en los próximos años, acumulando la mayor intensidad tecnológica del planeta. Son 100.000 millones de I+D en solo 30 kilómetros cuadrados. Un pueblo de pescadores hace apenas dos décadas. Da vértigo pensarlo.