¿SOMOS CAPACES DE REFLEXIONAR SOBRE ELLO?
A principios de los 70 algunos fuimos fervientes lectores de un filósofo austríaco-croata (cura católico), Iván Illich, que nos descubrió el vocablo ‘convivencialidad’. Él, nos ayudó a ver de otra manera y a reflexionar sobre lo cotidiano, la escuela, la Medicina, y el cómo «la utilidad de una herramienta se desvanece cuando la intensidad de su uso la convierte de ser un medio a constituir un fin en sí misma». Así, Illich conceptualiza la contraproductividad para ilustrar este alejamiento del propósito de la persona debido al uso desmesurado de la herramienta.
Como me ocurrió con otros filósofos, han tenido que pasar años para entender y apreciar realmente la validez de sus propuestas y la vigencia de su pensamiento. Dejadme ilustrarlo reflexionando en voz alta sobre una herramienta: sobre el teléfono móvil ‘inteligente’ y si su extraordinaria utilidad pudiese paradójicamente frustrar su propósito, el de que nos comuniquemos las unas con los otros. ¿Podría ser el elefante blanco que no vemos porque, como usuarios, no estamos preparados o tenemos poco criterio? No tengo respuesta, ni creo que haya una única. Me inclinaría más por entender las respuestas que puedan contribuir desde las distintas perspectivas implicadas.
Me atreveré a iniciar esta reflexión sobre la herramienta desde la perspectiva que nos daba Illich, desde la convivencialidad –aquella virtud que deberían tener los instrumentos y bienes que hacen posible la vida cotidiana (medios de producción, infraestructuras, instituciones, agentes económicos, etc.) para promover y garantizar el desarrollo y la autonomía personal de los individuos–. «Convivencial es la herramienta, no el hombre». Iván Illich dixit.
Según Illich, una herramienta fomenta la convivencia en la medida en que puede ser utilizada fácilmente por cualquier persona (sin necesidad de certificación alguna), con la frecuencia que desee, para lograr un propósito elegido, y que en su acción el usuario expresa el significado que le da. Además, su existencia no debería imponer ninguna obligación de utilizarla. Es decir, es convivencial en la medida que el bien o servicio no nos esclavice ni coarte nuestra autorrealización.
Irónicamente, Ivan Illich ponía como ejemplo de herramienta convivencial el teléfono porque quien llama elige con quien quiere hablar, y es libre de decir lo que quiere a la persona de su elección; y, entendía, el intercambio era privado. No le pasó por la imaginación que el aparato pudiese metamorfosearse en smartphone. Y llegados aquí, pensemos, en las características que Illich asociaba a una herramienta para que fuese convivencial. El móvil, ¿se utiliza con la frecuencia que se desea? ¿El propósito con que se utiliza siempre es una elección libre? Y, por último, disponer de móvil, ¿no impone la obligación de utilizarlo?
En el contexto de la sociedad industrial, Illich entendía que «la distinción entre herramientas de convivencia y herramientas manipuladoras (las que esclavizan) es independiente del nivel de tecnología de la herramienta». Pero, en nuestro contexto, el de la sociedad digital, la pregunta que nos hacemos sería, ¿es el dispositivo inteligente la evolución tecnológica del teléfono, o más bien refleja la capacidad manipuladora inherente a la sociedad digital?
Illich afirmaba que «a medida que aumenta el poder de las máquinas, el papel de las personas se degrada cada vez más al de meros consumidores, en el sentido de carecer de poder de elección y acción». En su imaginario (industrial), las máquinas funcionaban para las personas. Ahora parece que algunas herramientas (las digitales, esencialmente) no ‘funcionan’ para la gente. Más bien, la evidencia muestra que han empezado a esclavizarnos. El móvil –más que una herramienta para comunicar y trabajar– aumenta su estatus y empieza a tener el control. En palabras de Illich, nos hace «funcionar como esclavos de energía bien programados».
En su libro Ciberleviatán, José María Lassalle advierte de los riesgos distópicos derivados del avance implacable de la revolución digital. Una revolución, matiza, «sin ningún tipo de reflexión humanística». Lo que de nuevo nos lleva a Illich y a su denuncia del supuesto desarrollo (entonces industrial), distinguiéndolo del de bienestar, puesto que «no conduce al florecimiento humano, sino a la ‘pobreza modernizada’, a la dependencia y a un sistema fuera de control en el que los humanos se convierten en piezas mecánicas desgastadas –en consumidores con poco criterio para decidir–». Lasalle va más allá al describir el efecto de la revolución digital como revolución ontológica que cambia, por tanto, nuestra subjetividad, nuestra perspectiva de lo que consideramos realidad.
El concepto ‘convivencialidad’, acuñado hace medio siglo, nos permite hoy describir que el uso excesivo del móvil nos tiraniza y nos deja sin respuestas. La pregunta es: ¿Por qué? ¿Es por su increíble y demostrada utilidad? Para Illich es obvio: al subcontratarlo todo a nuestros móviles, la intensidad de su uso nos lleva a la contraproductividad. Pero, quizás, haya otras respuestas más plausibles que Iván Illich nunca se imaginó. Continuará.